Si en el artículo sobre el espionaje en la música nos dedicamos al FBI y su labor dentro de los Estados Unidos, ahora es el turno del servicio secreto norteamericano encargado del exterior, que también ha tenido especial interés en la música y las artes en diversos momentos de la historia reciente. Pero en este caso la relación entre artistas y el servicio secreto es de una dimensión aún mayor, como bien plasmó F. S. Saunders en su obra “La CIA y la Guerra Fría Cultural” y en la cual se basa en gran parte este artículo.

La CIA se crea en los primeros años de la Guerra Fría y, para evitar la difusión del comunismo y, aún más, que algún partido comunista llegara al poder, recibió el encargo de apoyar el trabajo de personajes de la vida cultural europea en favor de la democracia. Es decir, su trabajo era fomentar y difundir los valores americanos y las bondades de su sistema político y económico. En la pintura por ejemplo la CIA financió directamente artistas del movimiento del expresionismo abstracto, como Pollock o Motherwell en los Estados Unidos, para contrarrestar otro tipo de pinturas de contenido social y mucho más comprensible para el público en general, como se explica en el documental Hidden Hands, en el que dos agentes retirados revelan las conexiones entre el servicio de inteligencia de Estados Unidos y el arte de vanguardia durante la Guerra Fría.

Obviamente, este mecenazgo de la CIA no fue llevado a cabo públicamente, sino que para ello se valieron de una organización llamada Congreso para la Libertad Cultural que estaba formada por artistas e intelectuales, pero controlada y financiada de forma encubierta por la CIA. Una organización que tenía oficinas en 35 países, que tenía relaciones con la Fundación Ford y la Fundación Rockefeller, y que, entre otras actividades, se encargada de organizar una buena parte de las exposiciones del MOMA. Esta relación entre los servicios secretos y el MOMA queda patente en la ocupación de un puesto en el Consejo de Programas Internacionales de William Paley, uno de los padres fundadores de la CIA, y John Hay Whitney, que había servido en la OSS, antecesora de la agencia. Pero también Tom Braden, primer jefe de la División de Organizaciones Internacionales de la CIA, que era el secretario ejecutivo del museo.

Según el mencionado Tom Braden, agente al mando de la División de Organizaciones Internacionales en los años 50, “queríamos reunir a todos los escritores, músicos y artistas para demostrar que Estados Unidos estimulaba la libertad de expresión y el avance intelectual sin ningún tipo de barreras como las que existían en la Unión Soviética. Era la división más importante de la agencia y creo que representó un papel enorme en la Guerra Fría”. Una auténtica maquinaria de aculturación que tenía total libertad para atacar los errores del modelo socialista, mientras que miraban hacia otro lado cuando se trataba del modelo norteamericano, en unos años –recordemos- en los que el racismo aún gozaba de protección legislativa y el país extendía su influencia por toda Iberoamérica.

Pero, ¿cómo fomentar un sentimiento de aprecio e interés por la cultura norteamericana en una Europa de posguerra harta de enfrentamientos y dividida? Pues con ese objetivo la CIA puso en marcha una potente promoción de todo tipo de actividades culturales: exposiciones, teatro, orquestas… y mucho jazz. Gente como Marion Anderson o Louis Arsmtrong estaban entre muchos de esos músicos que eran enviados a Europa, siempre y cuando no hablaran demasiado y se ciñeran con exactitud al guión propuesto por la CIA. Pero no fueron los únicos: La Orquesta Sinfónica de Boston, Yehudi Menuhin, Herbert Von Karajan, Wilhelm Furtwängler, Samuel Barber y muchos otros. La promoción de ese ideal americano recibió el nombre de “El Siglo Americano”, en una moderna adaptación de la doctrina del Destino Manifiesto.

Si echamos la vista atrás y revisamos los nombres más importantes de la música, las artes, la filosofía o la política de los últimos cincuenta años probablemente encontremos a unos cuantos que no ocuparon –y quizá siguen ocupando- un lugar privilegiado, no por sus propios méritos y capacidades, sino por seguir la férrea línea establecida por Estados Unidos. Y el trabajo se hizo bien, porque desde entonces las armas más importantes ya no matan, sino que crean formas de pensar. No en vano se ha hecho referencia en muchas ocasiones al periodo de la Guerra Fría como “una batalla por las mentes”, en la que las revistas, los conciertos, los libros, las exposiciones y cualquier manifestación cultural tenían un cometido muy diferente del que hasta entonces habían desempeñado.


Fuentes:

jmvilches

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